CUÁNDO decidió la Iglesia que había llegado la hora de reconocer y acometer las consecuencias de la larga y cruel historia de las agresiones sexuales cometidas por sus clérigos y obispos contra los niños en todo el mundo? Ha tenido que transcurrir el lamentable papado de Juan Pablo II, erigido en santo por los suyos y el más fanático encubridor de la pederastia sacerdotal, y que el alemán Ratzinger dimitiera por su incapacidad de hacer limpieza y, ante la avalancha de denuncias que caían sobre los rectores de la religión católica, al Papa Francisco no le quedara otro remedio que convocar la cumbre de Roma para responder por los crímenes de los depredadores de la infancia.

El interés no estaba en la ceremonia penitencial, ni en el perdón tardío de Bergoglio, muy de campanario. Decenas de miles de niños, hoy mayores, esperaban que se comenzase a hacerles honor por su sufrimiento. A ver si nos entendemos. La monstruosidad de la pederastia de los curas no es, en esencia, un asunto actual que haya que prevenir más allá de los controles públicos que ya existen y funcionan razonablemente. Sí, hay casos recientes; pero en una sociedad en la que la tutela clerical es, felizmente, marginal no hay un requerimiento específico para que sus peores ministros no ataquen a los menores. ¡La pederastia en la Iglesia es una tragedia histórica!

El último y más importante cargo católico acusado de violentar a niños, el cardenal George Pell, considerado número tres de la Curia y consejero de Bergoglio, acaba de ser declarado culpable por un tribunal de Melbourne por abusar sexualmente de dos muchachos de 13 años, miembros del coro parroquial, uno de ellos violado por Pell entre 1996 y 1997. Más cerca, la Iglesia alemana ha pedido perdón por ignorar a más de 3.600 víctimas de pederastia en las últimas décadas. Tenemos un problema, Francisco. Y se llama olvido, tiempo perdido, desidia maliciosa, opacidad, impunidad, silencio, destrucción de archivos y todo ello juega a favor de los depredadores y quienes les prestaron coartada.

Pesan las décadas Casi todos los crímenes contra los seres más vulnerables cometidos por curas ocurrieron desde la década de los 50 hasta los 90. Y se cuentan por miles, sin incluir todos los que quedarán en la impunidad por el miedo y la vergüenza de los damnificados y por el descaro y la desvergüenza de los depredadores eclesiásticos y sus cómplices por omisión. La respuesta que esperábamos del cónclave del horror celebrado en el Vaticano era cómo se iban a abordar las investigaciones y las consiguientes depuraciones de los delitos cometidos por consagrados contra los niños en las cinco últimas décadas. Pues bien, aquí la tenemos: el presidente de la Conferencia Episcopal Española, Ricardo Blázquez, que fue obispo de Bilbao, ha dicho bien claro que “no tiene autoridad sobre las diócesis para hacer este tipo de estudio, que cada diócesis haga lo que crea oportuno”, lo que parece definir la hoja de ruta menos comprometida a seguir por cada prelado y orden religiosa.

Si no hay indagación de lo acontecido muchos años atrás, no hemos resuelto nada porque en esas épocas está la tragedia. Los que desconocen el horror de la pederastia se preguntan por qué no se denunciaron antes esos delitos. En el caso de Euskadi y España, hay que situarse en el contexto del franquismo, cuando la Iglesia formaba parte de aquel sistema tiránico. Los sacerdotes eran intocables y su autoridad se ejercía de forma absoluta sobre la voluntad de las personas y las conciencias. ¿Podía un niño, más aún desvalido, acusar a un cura o fraile de abusos sexuales? En general, todas las víctimas infantiles presentan el mismo estado de shock tras ser violentados: experimentan una gran vergüenza y son presa del miedo, sobre todo entre aquellos críos que, además, eran objeto de terribles palizas. Pueden preguntárselo a esos chicos, ahora mayores, admirables por su valiente testimonio, que en el colegio de los Salesianos de Deusto fueron presa en la década de los 70 del siniestro padre don Txemi. En consecuencia, la inmensa mayoría optaron por el silencio y llevaron en la profundidad de su corazón la pesada carga de aquella dura vivencia. Algunos no sobrevivieron.

Tras la fantasía de una sincera extirpación de la lacra de la pederastia eclesiástica, ha llegado la cruda realidad. A los propósitos de inacción sobre los sucesos del pasado, que ha adelantado Blázquez, se añaden las palabras del obispo de San Sebastián, quien dijo hace poco que “investigamos casos de hace 30 ó 40 años”. Miente Munilla. Lo que han hecho es recibir denuncias, archivarlas y mantener en su ejercicio a los señalados. Ahí está Juan Kruz Mendizabal, culpable de al menos dos delitos de agresión sexual a dos menores hace más de quince años, prescritos penalmente, y que hoy pasa penitencia con las monjitas y mantiene su estado clerical. ¿Lo que vale para el cardenal Pell no sirve para el ex vicario guipuzcoano? Ya se ha dicho estos días en Roma a la vista de la diligencia de cada conferencia episcopal contra esta lacra: la de España es de las peores.

La coartada favorita de las autoridades católicas y muchos de sus ciegos seguidores es que el mayor porcentaje de sucesos de pederastia tienen lugar en el seno familiar y también en ámbitos deportivos. ¿Y eso hace menos criminales a los curas violadores de niños? Esta actitud, a la defensiva, es uno de los motivos que frena a los responsables de la institución cristiana a enfrentarse a su negro pasado y a ralentizar la verdad, como también es una de las causas de la desbandada de los creyentes de los templos. ¿Hay un Dios que les protege?

Memoria, manual de instrucciones Save the Children, la más honesta organización por los derechos de la infancia, se muestra decepcionada por las conclusiones del Vaticano, porque no se han definido “acciones directas y contundentes y políticas de salvaguarda” de los menores en los entornos eclesiásticos. En parecidos términos se han expresado víctimas que viajaron a Roma para ser oídas. Si la Curia hubiese sido menos soberbia y tenido la decencia de escuchar a expertos y afectados, contaría ahora con un mapa de actuaciones concretas e inmediatas para salvar la integridad de los niños frente a sus depredadores.

Lo inmediato es ayudar a la construcción de la memoria abriéndose a la transparencia y evitando que se produzca una destrucción masiva de pruebas que disponen centros de enseñanza, congregaciones católicas y diócesis locales. Recientemente, el arzobispo de Munich, Reinhard Marx, advirtió que “los archivos que hubieran podido documentar estos actos terribles e indicar los nombres de los responsables fueron destruidos”. Sin memoria, la justicia será mucho más difícil. Temo que en Euskadi y el Estado se esté recurriendo a este cobarde método.

La verdad necesita un camino sencillo para imponerse. Solicito que tras una campaña del Papa Francisco que inste a quienes sufrieron abusos (en su caso, sus familias) a relatar los casos de pederastia sacerdotal, se formalice un registro de damnificados, con garantía de privacidad, en el que conste el nombre de cada uno, la descripción de las agresiones sufridas, la identidad del delincuente, el centro y el año del suceso. La elaboración de este censo no debe recaer en las diócesis, por su sospecha de parcialidad. De la investigación subsiguiente se derivaría la dimensión real de la tragedia, la expulsión de los culpables y la justicia correspondiente. Ninguna víctima desea compensación económica, sino algo infinitamente más valioso: la verdad.

Haz memoria, Bergoglio, o el monstruo seguirá destruyendo inocentes, los de ahora y los de antes. Demuestra con la nítida mirada al pasado que tu propósito es sincero. Mira a los ojos a los niños devastados por el peor de los crímenes, que lo mata todo. No queda en quien confiar, Francisco, usted verá si quiere ser la última esperanza y coherente con quien dijo “dejad que los niños se acerquen a mí”.