Cuando uno visualizaba la película Cónclave, se mezclaban en la retina dos imágenes: una de ellas es la del actor Ralph Fiennes, vestido de cardenal, y la del papa Francisco, enfermo en el hospital. Tal asociación de imágenes aún permanece.
Ciertamente, hay listas de papas, que se refieren a los primeros tiempos de la Iglesia, que citan a Pedro como primer papa. ¿Es posible confirmar que las primeras comunidades cristianas, y especialmente las romanas, considerasen papa, tal y como hoy lo entendemos a uno de sus dirigentes? Diversas investigaciones e interpretaciones teológicas actuales ponen en cuestión que se pueda aplicar el concepto actual de Iglesia católica jerárquica, a cuyo frente estaba Pedro como papa, a las primeras comunidades cristianas. Indican que deducirlo de Mt 16:18 –“Tú eres Pedro, y de esta piedra edificaré mi Iglesia…”– no supone que Jesús encargaba a Pedro organizar una Iglesia como la que conocemos.
En este contexto nos interesa el momento en que Bernabé y Pablo, que habían tenido éxito entre los no judíos, con una floreciente comunidad cristiana en Antioquía, fueron a Jerusalén para resolver el desencuentro con la comunidad de Santiago, el hermano del Señor, pues consideraba que todos los convertidos debían circuncidarse para seguir formando parte del judaísmo a la vez que se hacían cristianos (Hch 15, 1-4). Allí se celebró un denominado “concilio”. Pedro intervino para un acercamiento de posturas, con algunas concesiones mutuas. La figura de Pedro, además de algunas matizaciones, sirvió en aquel momento como puente. Y el relato que hemos citado, de Mateo, está pidiendo a esa Iglesia de Antioquía que tenga a Pedro como piedra fundamental, y no tanto a su persona, como si él tuviera que gobernar esa Iglesia, sino por su actitud de acercar posturas.
La primera comunidad cristiana de Roma, hacia la segunda mitad del siglo, se regía desde un colegio de presbíteros. Y aunque se suele citar a Clemente como papa, hoy hay cierta unanimidad en que Clemente fue un presbítero que escribió su famosa epístola a los Corintios como portavoz del colegio de presbíteros romanos y que, por cierto, cita a Pedro y a Pablo como columnas de la Iglesia. Y entre los siglos I y IV, el clero y el pueblo cristiano de Roma elegían a quien debía ser guía. Generalmente era un diácono, que debía ser ordenado obispo. Este método continuó usándose en gran medida durante algunos siglos más, hasta que el Imperio romano adoptó la fe cristiana. Entonces, esta decisión comenzó a ser ratificada por el emperador.
Uno de los primeros obispos de Roma, que intervino en la Iglesia con una cierta atribución de primacía, fue Víctor (189-199), africano, de lengua latina, que consiguió normalizar la celebración de la Pascua en domingo, a pesar de que los obispos de Asia Menor, con el de Éfeso al frente, no lo aceptaban y siguieron celebrando la Pascua según la costumbre judía, con calendario lunar. En el siglo III, y sobre todo en el IV, sobresalen, además de la sede episcopal de Roma: Jerusalén, Constantinopla, Antioquía, Alejandría y Cartago; aunque se reconoce al obispo de Roma como el Primus inter pares, “el primero entre iguales”, con primacía de honor y de consejo. Con el papa Esteban, (254-267) ya se invocó la frase de Mateo sobre la roca para justificar su primacía. Y con León I (440-461) nació propiamente el papado; se utilizó el título de Sumo Pontífice tras interpretar el texto de Mateo de manera jurídica. Distintos papas posteriores fueron nombrados por sus predecesores o por gobernantes políticos, e incluso algunos reyes tuvieron derecho a veto respecto a su selección. La cuestión se complicó cuando el papado incluyó el poder temporal, especialmente en torno a los Estados Pontificios.
En el año 1049, el papa León IX estableció que sólo los cardenales podían participar en la elección del papa. En 1059, Nicolás II dispuso un procedimiento en ese sentido; pero el primer cónclave real, celebrado en 1268, es el de Viterbo, que fue sede papal desde 1250 a 1281. Diecinueve de los veinte cardenales electores se reunieron allí para elegir a un nuevo pontífice, pero pasaron dos años sin que tomaran una decisión, y la ciudad decidió encerrar a los cardenales hasta resolverlo. Incluso se decidió alimentarlos solamente a base de pan y agua. Finalmente, en septiembre de 1271, fue elegido, por un acuerdo entre italianos y franceses, el archidiácono Teobaldo Visconti, que en el momento de la elección estaba en Tierra Santa. Cuando regresó, en marzo de 1272, fue ordenado sacerdote, luego consagrado obispo, y coronado en la Basílica de San Pedro con el nombre de Gregorio X. Él fue quien impuso la norma de que la elección se hiciera cum clavis, cónclave, es decir, bajo llave: en condiciones estrictas de incomunicación y con un plazo limitado. Se habían sentado las bases para el proceso de elección actual y, a partir de 1298, con el papa Bonifacio VIII, quedó establecido como único método de elección.
El prestigioso teólogo Jose I. González Faus, fallecido a principios de marzo, había añadido otra clave en la cuestión que nos ocupa: “Durante los trece primeros siglos, los papas se llamaron sólo vicarios de Pedro. Fue en el siglo XIII cuando Inocencio III, en una época en que los papas eran monarcas terrenos y competían en poder con otros monarcas, se reservó el título de Vicario de Cristo. (…) Un papa que devolviera este título a los pobres, desprendiéndose de él, sería un papa profético”. Muy sugerente y actual.
He de reconocer que la reciente película Cónclave, aún en las carteleras, ayuda a seguir el proceso en la elección de un papa, pero uno lo mira desde la perspectiva ya citada, entremezclando, como en el visionado de la película, la imagen de Ralph Fiennes, vestido de cardenal, y la del papa Francisco, enfermo en el hospital, o en su habitación del Vaticano. A pesar de que la figura del citado actor encarna al cardenal Lawrence abordando dudas sobre la bondad de la institución, la figura del papa Francico, anciano y enfermo, sugiere que lo que hoy está en juego en la Iglesia es la cuestión del modelo. Se trata de mantener el modelo piramidal-clerical, o implementar el viejo-nuevo modelo sinodal, que es el modelo del Concilio Vaticano II, con una estructura fraterna, no piramidal, y con elementos de participación amplia. Si se sigue esta línea, a pesar de las trabas que ha habido para detenerla, quizá se pueda afirmar que, así como en los primeros tiempos fue conflictivo el encaje de judaísmo y paganismo en el cristianismo inicial, de la misma manera, hoy, la posibilidad de inclusión de la mujer a todos los niveles es un imperativo, un revulsivo, que quizá necesita un Pablo que lo dinamice.
Y esta imagen de Francisco, enfermo, que no se va de la retina, tiene que ver con una preocupación, compartida por más personas. Se refiere a la continuación del legado de Francisco. No se trata de una cuestión binaria, como quizá refleja la imagen del cardenal Lawrence en la película, que presuntamente confraterniza con una de las partes, y al final se encuentra con una compleja solución que le honra, pero que se centra también en una cierta maniobra, y facilita que la coda final de la película se convierta en una cuestión de identidad de género, para mayor impacto en la audiencia. Sea lo que sea, el caso es que la diversidad en la Iglesia católica es mucho más amplia. No es una simple confrontación entre tradicionalismo y progresismo. Un cónclave es la punta del iceberg de esa pluralidad, aunque no olvidamos el sesgo de que se hace desde la jerarquía, pero una jerarquía distribuida por todo el mundo, que decidió iniciar el Concilio Vaticano II, que ha dado algunos bandazos, y que va tomar decisiones. No es un secreto que las relaciones de un sector del clero y de la Curia, en proceso de reforma con el papa Francisco, no son precisamente fáciles y distendidas por la entrada en vigor de una normativa que afecta a la lucha contra la pederastia, la organización interna, la persecución de las malas prácticas financieras, e incluso la refundación del Opus Dei. Aunque quizá es menos periodístico, es más significativa la creación de una línea directa con las Conferencias Episcopales y las distintas diócesis de los cinco continentes, con una estructura de la Curia más al servicio de las Iglesias particulares.
Un camino de Iglesia sinodal supone ir más allá de un papa, tener una base participativa más amplia, lo que significa integrar en el proyecto la pluralidad. El camino del futuro ha de seguir abriendo puertas y ventanas, como ha hecho Francisco. Es necesario un papa que humanice el papado y lo acerque a quienes más sufren en la vida a causa de las injusticias de todo tipo, especialmente las económicas. No sólo es necesario para la Iglesia, también lo necesita el mundo en el que vivimos.
Poeta y escritor