SE notaban las caras de alivio –sobre todo, en los representantes socialistas– en la foto previa al primer encuentro entre PNV y PSE para tratar de reeditar el Gobierno vasco de coalición. Confirmada la continuidad de Pedro Sánchez tras su penúltima biribilketa, los dos partidos que tanto y tan bien se conocen pueden centrarse en lo importante. Mantengo que, ahora mismo, no hay una prisa desesperada en firmar el acuerdo, pero también que no tendría sentido alargar las conversaciones si parece clara la predisposición compartida de pasar a la siguiente pantalla lo antes que se pueda. Todo ello, con la certeza de que el pacto no tendría ninguna repercusión ni en las elecciones catalanas del 12 de mayo ni en las europeas del 9 de junio. Así que solo queda (que no es poco) encontrar el nuevo punto de equilibrio entre las áreas de gestión de jeltzales y socialistas, dando por hecho que los resultados de estos últimos justifican que reclamen un aumento respecto a lo que mantienen en el gobierno ahora mismo en funciones.

Una vez se rubrique la alianza, se podrá decir que se satisface la preferencia manifestada en el último sociómetro poselectoral por más de un tercio de los vascos, a saber, que se constituya un gobierno PNV-PSE; hablamos del doble de los que quieren un ejecutivo de PNV y EH Bildu y del triple de los que apuestan por una entente de Bildu, el PSE y Sumar. Lo anoto en estos justos términos, aludiendo a una encuesta, porque me declaro incapaz de erigirme en intérprete de todos y cada uno de mis conciudadanos, que es lo que veo que están haciendo alegremente los principales portavoces del segundo partido más votado el pasado 21 de abril. Tanto Arnaldo Otegi como Pello Otxandiano no dejan de denunciar que PNV y PSE están incumpliendo el “mandato popular expresado en las urnas”. Se pregunta uno cómo diablos se puede desentrañar el sentido único y verdadero de tal mandato.