DESDE tiempos inmmemoriales; desde la más remota antigüedad se le conoce al aceite de oliva como oro líquido, sobre todo en la cuenca mediterránea. Una de las razones para ser conocido con esta denominación es por sus innumerables atributos y propiedades beneficiosas. Incluso, hace muchos años se relacionaba al aceite de oliva con los dioses, y su cultivo era símbolo de paz y prosperidad en las poblaciones, siendo esa otra de las razones por las que se ganó ese apelativo. Es ingrediente principal de muchas preparaciones y herencia de la cultura del medio oriente y gasta fama bien ganada.

Sin embargo, entre las tensiones medioambientales y el cambio climático severo es el agua el que comparte con el aceite esa cualidad casi sagrada. Su carencia ha propiciado su carestía y el agua cristalina se ha convertido ya en todo un tesoro. Fue, durante siglos, un bien tan preciado como abundante y era inimaginable que un día se valorase como una riqueza propia de la cueva de Aladino (iba a escribir que de los cuarenta ladrones pero con tanta suspicacia como anda suelta uno sentía que se la jugaba y no merece la pena hacerlo por cuatro letras...), que un manantial se apreciase como una beta de plata en la mina.

¿No me creen...? El consorcio de aguas acaba de alcanzar su récord de inversiones este años para aplacar la sed de todos los pueblos que le rodean. Se van a desenfundar 354 millones de euros para conseguir que todo fluya con nomralidad. No es poco dinero. Se trata de una inversión que hace, qué sé yo, medio siglo se hubiese tenido por una aberración. Dice una voz popular que no se aprecia el valor del agua hasta que se seca el pozo y que el agua es la fuerza motriz de toda naturaleza. De ello deducirán que la voz popular es sabia y da en el clavo casí siempre cuando se pone a opinar. Casi como el sabio Salomón.